Amenazados por la basura tecnológica: la huella oscura de los dispositivos digitales
Cada año se generan 2,6 toneladas de este tipo de residuos más y que en 2030 se alcanzarán los 82 millones. La ONU ha alertado del preocupante aumento y ha instado a tomar medidas.
Alberto G. Palomo
Partamos de que existen dos dimensiones. Por un lado está la tangible. Esa que vemos y palpamos. Por otro, la invisible. Lo que usamos cada día, pero no le otorgamos ni un espacio ni un peso ni una forma concreta. Con la tecnología, el mundo se ha dividido. No solo hay una parcela real, sino que se ha generado una esfera virtual cada vez más fuerte, más omnipresente. Esta abundancia de lo digital no solo provoca esa división o termina con dinámicas ya obsoletas, sino que deriva en una amenaza para el medio ambiente.
¿Cómo? De dos formas fundamentales, tal y como se mencionaba al principio. Están los aparatos que terminan siendo un residuo tóxico y ocupando un volumen cada vez más grande y el impacto a través de su uso, requiriendo de enormes cantidades de energía y agua. La combinación de ambos universos da como resultado la acumulación inmensa de la conocida como basura tecnológica y su huella digital. Según el informe Mundial de Residuos Tecnológicos, publicado en marzo de este año, en 2022 se generaron 62 millones de toneladas de residuos electrónicos. Esto quiere decir que se llenarían 1,55 millones de camiones de 40 toneladas con ellos: los suficientes para formar una línea continua alrededor del ecuador.
Los organismos encargados del estudio, auspiciados por la Organización de las Naciones Unidas (ONU), sostienen que la generación de residuos electrónicos en el mundo está aumentando en 2,6 millones de toneladas anuales, camino de alcanzar los 82 millones de toneladas en 2030, lo que supone una nueva subida del 33% respecto a la cifra de 2022. Tal y como han alertado desde el organismo internacional, los residuos electrónicos, cualquier producto desechado con un enchufe o una pila, son “un peligro para la salud y para el medio ambiente”.
La causa es múltiple. Cada dispositivo necesita una serie de elementos (metales y derivados del petróleo, principalmente) que malogran el paisaje y dañan la atmósfera. Además, su uso engendra emisiones de dióxido de carbono a la atmósfera y se traduce en la creación de bancos de datos que utilizan recursos como el agua para refrigerar o la electricidad para mantenerlos activos 24 horas. Todo esto, uniéndolo a otro factor en contra: su ineficiente reciclaje y su decreciente reutilización.
“Estos dispositivos son elementos tóxicos para las personas y para el medio ambiente. Poseen minerales que, además de tener un impacto en el entorno, conllevan enfermedades o explotación, como se ha visto con el coltán en Congo”, apunta Julio Barea, responsable de campaña de Greenpeace. El experto incide en el problema del reciclaje y señala a la falta de transparencia: “Hay una tasa ecológica que se paga, pero luego no se sabe muy bien cómo se gestionan estos residuos en el punto limpio. También hay casos de un mercado paralelo y de empresas que se han visto afectadas por estos canales”, arguye.
Barea sostiene que la solución pasa por un mayor control en todo el proceso vital de un dispositivo digital o un electrodoméstico, por una legislación eficaz contra la obsolescencia programada (la programación para acabar con la vida útil de un aparato) y por un consumo más responsable: “No tenemos que cambiar de móvil cada año ni tener la cámara con tres megapíxeles más. Para cambiar esta percepción —que promueven las propias marcas, aunque haya alguna iniciativa que está intentando ser más sostenible— habría que hacer campañas de sensibilización”.
Además de este problema, cuantificado por la ONU, está ese segundo anillo: el de la basura que es “totalmente invisible”, como lo califica Pablo Barrenechea. El director del área de Acción Climática en Ecodes esgrime que se utilizan “masivamente” datos a través de nuestros teléfonos móviles, tablets u ordenadores. “Se estima que en el mundo se envían alrededor de 100.000 millones de wasaps al día. O que, solo en España, se almacenan más de 30.000 millones de fotografías en los teléfonos móviles. Y que una persona produce cada año alrededor de 135 kilogramos de CO2 solo con su correo electrónico”, puntualiza.
Internet, concede el experto, es la décima industria en emisiones de dióxido de carbono: tres puestos por delante, por ejemplo, de la industria de la aviación. “La generamos desde el sillón, después de cenar. Y está en todo: Whatsapp, la cámara, correo…”, indica. Barrenechea advierte también sobre los llamados bancos de datos, que “están muy lejos y no tienen ningún control ni se venden como algo nocivo”. Según comenta, este consumo supone el 2% de la energía mundial. Aunque sospecha que es un número mayor. “Y eso quiere decir una ingente cantidad de calor, de efecto invernadero, de emisión de gases y una gran cantidad de agua”, advierte.
“Un archivo con un mega genera 19 gramos de dióxido de carbono y un correo, cuatro gramos. Se calcula que el 90% es spam y el 60% son newsletters que ni se abren”, detalla. El especialista da una serie de consejos para rebajar esta huella, como eliminar mensajes o fotos, evitar imágenes en movimiento o instalar aplicaciones que bloqueen la publicidad. “Hablamos de usar la cabeza con las tecnologías digitales. Está en nuestras manos, pero vamos hacia el otro lado: al síndrome de Diógenes digital”, sopesa.
Hay un “desconocimiento absoluto y una gran desconexión”, valora, contemplando cómo “nadie se plantea este impacto” y cómo sería tan “fácil” como “tener terminales con cortapisas”. “Se dirá que es limitante, pero la sociedad civil tiene que ser más consciente. Las marcas tienen que ser más responsables y reducir el bombardeo”. Pablo Gámez Cersosimo, investigador internacional en el impacto socioambiental de ecosistemas digitales, sigue ese pensamiento: “La huella residual de la esfera digital exige reconocer que tanto el Ciberespacio como la Infoesfera han impuesto la expansión de una infraestructura, megalómana, que no se alinea con los recursos finitos de la biosfera”, argumenta.
El autor de Depredadores digitales (2021) vuelve a esa doble dimensión (tangible e intangible) para exponer los peligros de la huella de la esfera digital. “Para finales de 2024, se estima que la humanidad producirá más de 150 zettabytes (ZB) de datos. En 2025 esa cifra ascenderá a 200 ZB. Este incremento demanda la creación de nuevas infraestructuras tecnológicas y digitales, acelerando así el inicio de la ‘década del yottabyte (YB)’, donde 1 YB equivale a 1.024 ZB, una cantidad colosal de información”, ilustra.
“Este fenómeno plantea una contradicción inquietante: mientras la infoesfera y el ciberespacio se expanden, las condiciones biológicas de la vida en la Tierra empeoran. El cambio climático avanza de la mano de la gula digital. La dependencia de la infraestructura tecnológica sigue creciendo, al tiempo que los ecosistemas sufren un deterioro acelerado”, agrega el experto, aludiendo al reciente informe Shaping an Environmentally Sustainable and Inclusive Digital Future de la ONU, donde ha participado.
Gámez Cersosimo insiste en esa “irresponsabilidad conceptual” que es “pensar en el ciberespacio y la infoesfera como entidades ilimitadas, cuando, en realidad, están profundamente ligadas a los recursos finitos de la biosfera, como agua, minerales, energía y suelo”. “Es crucial recordar que la transformación digital es, a fin de cuentas, física, fósil, tóxica”, sentencia.
“A medida que la digitalización avanza en el Sur y se consolida en el Norte global, la huella residual se intensifica. Por ejemplo, en 2022 el mundo generó 62 millones de toneladas de residuos electrónicos, de los cuales solo el 22,3% fue recolectado y reciclado. El resto, millones de toneladas, terminó en basureros o vertederos. Un ejemplo es el de los 844 millones de cigarrillos electrónicos desechados, que contenían suficiente litio como para alimentar 15.000 vehículos eléctricos. Además, más de 5.300 millones de teléfonos móviles dejaron de utilizarse en 2022; si se apilaran, alcanzarían una altura de 50.000 km, 120 veces más que a la se encuentra la Estación Espacial Internacional”, enumera con precisión.
Nos encontramos, cavila, en lo que se puede denominar como “el período más barroco del ciberespacio y la infoesfera”: una “proliferación masiva, exageradamente necesaria, tanto en el ámbito tangible como en el intangible, que marca el éxodo digital del que todos somos parte”. Y la inteligencia artificial generativa, afirma Gámez Cersosimo, “ha acelerado este proceso”.
¿Soluciones? Todos coinciden: sensibilización y “decrecimiento digital”. “Menos de la mitad de los países del mundo tienen políticas de gestión para enfrentar el problema de los residuos tecnológicos, lo que subraya la necesidad urgente de normativas sólidas que promuevan la recogida y reciclaje de estos materiales”, concluye Gámez Cersosimo; “y, a nivel global, la solución pasa por el fin de la obsolescencia programada, el derecho a la reparación y la adopción universal de un diseño circular en todos los dispositivos tecnológicos y electrónicos”.
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