Un nuevo modelo agroecológico de las manos de las personas
Hoy se celebra el Día de la Lucha Campesina, una fecha símbolo del derecho a la tierra, y una oportunidad en la que recordarnos que sin tierra disponible ni personas que quieran y sepan cultivarla no habrá futuro posible. La celebración de la lucha campesina recuerda la necesidad de honrar y proteger a las personas que cuidan y trabajan la tierra.

En nuestro país, igual que en otros muchos países europeos, las personas y familias que cuidan y trabajan la tierra llevan años denunciando la falta de medidas eficaces frente a los desafíos del cambio climático y la pérdida de biodiversidad. A pesar de las promesas y los planes estratégicos, las familias agricultoras continúan sufriendo las consecuencias de fenómenos meteorológicos extremos, como sequías prolongadas y lluvias torrenciales, que afectan gravemente sus cosechas y medios de vida. Lo vimos con la DANA. Décadas de abandono han dejado al sector agrario en una situación precaria, y la falta de políticas eficientes han exacerbado su vulnerabilidad.
En el fondo del enfado subyace una realidad incuestionable: tenemos un modelo de producción y consumo alimentario que no sirve, que solo beneficia a la agroindustria y los grandes fondosde inversión, y que está desplazando a la pequeña agricultura familiar y social empujándola a su desaparición: lo último que necesitamos es que esta agricultura familiar acabe en los museos de arqueología. La producción de alimentos a nivel industrial, ha demostrado tener serios impactos negativos sobre las personas y el medio ambiente, y las grandes corporaciones y fondos de inversión compran y acaparan tierras y agua monopolizando este sector. Este modelo ha llevado a la degradación de la tierra, a la pérdida de biodiversidad y a la contaminación del agua y del suelo debido a su uso y consumo intensivo. Todo esto no sólo perpetúa desigualdades económicas, sino que también pone en riesgo la seguridad alimentaria a largo plazo.
La culpa no la tienen los agricultores y agricultoras que día a día cultivan los alimentos que llegan a nuestra mesa, sino que reside en las medidas políticas que no protegen su modelo y que favorecen la concentración de poder y el beneficio económico, en lugar de una redistribución de la riqueza y el respeto a la biodiversidad, que sean parte de la necesaria transición de un sector productivo esencial para el país. Transformar la manera en la que producimos nuestros alimentos ayudaría a la agricultura y al planeta: dejaría de ser un sector que genera emisiones a uno capaz de absorberlas, podría alimentarnos sin agotar los recursos y dañar el planeta, y garantizaría un precio justo al que trabaja la tierra y un atractivo para el necesario relevo generacional en el sector. Por todo ello, necesitamos un modelo alimentario que se hable y se entienda con la naturaleza, y que se implante con el apoyo de miles de personas y organizaciones que vean en él la solución a sus problemas. Y en cambio, y cada vez más, tenemos ejemplos de la deriva contraria.

Agroparc de Ametller
La construcción del proyecto «Agroparc» de la compañía Ametller Origen en Cataluña no es el único ejemplo, pero es un caso paradigmático del modelo agroalimentario que España no necesita. Según palabras de sus propios promotores pretenden cambiar la forma de producir alimentos basándose en una revolución tecnológica. Pero este modelo de producción no es del todo claro, usa palabras como sostenible y saludable que abren espacio a muchas dudas, cuando lo que es seguro es que desplazará agricultura familiar y tradicional respetuosa con el entorno natural. No en vano, varios sindicatos agrarios han mostrado su rechazo a este modelo, y varias organizaciones han denunciado la afectación que el proyecto tendrá en el medioambiente y en concreto en especies animales protegidas y en peligro de extinción.
La implementación de un proyecto de esta magnitud sobre bosques y sobre viñedos protegidos, convirtiendo tierras de secano en regadío, en una zona que ya estuvo declarada en emergencia por sequía, sin una evaluación de impacto ambiental rigurosa que no deje espacio a la duda, y sin contar con el apoyo y la participación de la comunidad local, es un ejemplo de mala gestión. No tiene lógica, más que la de beneficiar a unos pocos bolsillos, que este proyecto se construya sobre el descontento de la población local, de espaldas a quienes sienten y denuncian que sus preocupaciones y voces han sido ignoradas. Y generando desconfianza y oposición. Por otro lado, la administración pública debería ser escrupulosa a la hora de facilitar un proyecto de esta envergadura, exigiendo las garantías necesarias antes de cambiar normativas o dedicar fondos públicos.Por todo ello, y con ocasión de la celebración del Día de la Lucha Campesina, es necesario recordar que el proyecto Agroparc de Ametller y cualquier otro proyecto que quiera abordar la transición hacia el modelo agroecológico justo que España necesita, debe tener entre sus prioridades, la transparencia, el respeto escrupuloso de nuestra amenazada biodiversidad, y la inclusión y la defensa de los intereses de las comunidades rurales afectadas.
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